jueves, 12 de julio de 2012

Amor eterno

Mi dulce Amy: 
No sé si llegues a leer esto… ¡Te veo tan enojada! Tan distante… No has sido tú misma estos días. ¿Ya no me amas? ¡Imposible! ¿No nos hemos jurado amor eterno? Nuestro destino… es estar juntos. ¿No lo ves? ¡¿Por qué no lo ves?! ¿Por qué no me ves?… 
Cuando desperté esta mañana, te dije: “¡Hola, hermosa! ¡Buenos días!” No me respondiste el saludo. Te besé, tiernamente. Aunque al principio no supe si buscar tus labios, o tu frente, tomé valor y besé tu , con devoción. No me correspondiste el beso, ¡y eso me dolió! Mucho… Acaricié con suavidad tus mejillas, bajé mi  suavemente por tu cuello, recorrí despacio tu , rozando apenas la curvatura de tus senos. 
Ni un estremecimiento. Ni un suspiro. ¡Me llené de ira y de tristeza al no obtener de ti la más mínima respuesta! 
Ni siquiera cuando me subí encima de ti y dejé que mis manos recorrieran ávidas, tu cuerpo entero, ¡ni siquiera cuando desabroché tu vestido te dignaste regalarme una mirada! 
Te quedaste ahí, impávida. Dejándome que hiciera lo que quisiera. Cada una de mis embestidas, me provocaba más furor, al darme cuenta de que era incapaz de provocarte algo. Quizá tan sólo una molestia. ¡O peor aún! Lástima… ¡Lástima! ¡Yo, a quien juraste amar hasta el Fin de los Tiempos! Yo, que fui el único en tu vida… Me deshice en llanto… Te estaba haciendo el amor, y cuando terminé, lo único que derramé fueron lágrimas. Amargas y tibias, que no lograron disipar tu frialdad… 
Me quedé ahí, recostado a tu lado, por si acaso me obsequiabas un abrazo, una palabra dulce, una mirada, algún gesto… ¡lo que fuera! Pero… nada. Sólo el silencio y la obscuridad de nuestro cuarto. 
Torrentes de recuerdos vinieron a mí en ese momento. 
—¿Me amas? —me preguntaste un día. 
—Con toda mi Alma —te respondí. 
—¿Morirías por mi? 
—¡Moriría sin ti! 
—Júralo. Que no vivirás en este mundo ni un sólo día después de que yo muera… 
Con un gesto teatral, tomé la pequeña navaja suiza que guardaba en la mesita de noche, y me hice un pequeño corte. 
—¡Lo juro por mi sangre! —dije solemnemente. 
Y sonreíste. 
¡Dios, cómo amo tu sonrisa! Esa sonrisa que ahora me niegas. Esa sonrisa que se ha quedado congelada en el tiempo, en un ayer que parece tan distante…, tan lejano. 
Ha pasado más de un mes y tú insistes en despreciarme. Sólo rondas furiosa por la casa, rompiendo cosas, azotando puertas. El saber que andas por ahí con esa ira, con ese descontento, me provoca escalofríos… 
¡¿Por qué no me amas?! Ignoras mis caricias, la pasión que siento por ti me corroe cuando te beso, y tú sólo me has visto, sin mirarme del todo. Atravesándome con tus ojos llenos de reproches. 
Hoy, finalmente me ha parecido verte sonreír. ¡Y sé muy bien por qué! Seguramente has adivinado lo que pienso hacer. ¡Me conoces tan bien! Siempre supe que éramos “almas gemelas”. 
Y así como así, lo he hecho. 
Reuní el valor y lo hice rápido. Sin pensar. Sin dolor. De un sólo tajo. 
Por fin mientras escribo esto, puedo sentir nuevamente tu mano sobre la mía. Fría, pero cariñosa. Mientras la sangre fluye libremente por mis muñecas cercenadas me voy hundiendo en el mismo sueño en el que tú caíste… ¡hace ya tanto! 
Quisiera poder llevarte de vuelta a tu sepulcro, pero… ya no me quedan fuerzas. 
Sólo las suficientes —espero— para terminar esta carta, y quizá arrastrarme hasta ti. 
Y ver de nuevo tu sonrisa. 
¡Y besarte! 
Juntos. 
Como te lo juré… 
Eternamente tuyo, 
Manuel

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